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Anarquistas están identificados, pero nadie los detiene
23 noviembre 2014

Desde el 1 de diciembre de 2012, cuando Enrique Peña Nieto rindió protesta como presidente de la República, las manifestaciones públicas en la Ciudad de México han estado acompañadas por la violencia.

Primero empiezan las provocaciones de los embozados contra los edificios de instituciones públicas y comercios; luego los policías capitalinos y federales comienzan a detener lo mismo a estudiantes –hombres y mujeres–, que a padres de familia, empleados, activistas, reporteros, para liberarlos después por falta de pruebas.

Las movilizaciones de las últimas semanas en demanda de la presentación con vida de los 43 normalistas de Ayotzinapa han estado infiltradas también por algunos rijosos y por ataques indiscriminados de los uniformados contra los jóvenes que se solidarizan con los estudiantes desaparecidos desde la madrugada del 27 de septiembre en Iguala. Las arbitrariedades abundan.

La noche del jueves 20, por ejemplo, los estudiantes universitarios Hugo Bautista Hernández y su novia Tania Ivonne Damián Rojas, Lawrence Maxwell, un doctorante de origen chileno, así como Atzin González Andrade, alumno de la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado La Esmeralda, fueron detenidos por elementos de la Policía Federal en el Zócalo, al término de la megaconcentración.

Hasta la madrugada del sábado 22 aún permanecían en las instalaciones de la Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada (SEIDO)

Y mientras en las dos últimas megamarchas los grupos radicales pasaron de las pintas en monumentos al lanzamiento de bombas molotov, cohetones y piedras contra los granaderos, estos regresaron a las calles, lo que obligó a los manifestantes a subir a las redes sociales “manuales de seguridad” para detectar a los “infiltrados y provocadores” y protegerse de las agresiones.

El jueves 20, durante la movilización del Ángel de la Independencia al Zócalo, los participantes detectaron a personas con el rostro cubierto y mochilas en la espalda y comenzaron a gritarles que se fueran.

(Fragmento del reportaje que se publica en la revista Proceso 1986, ya en circulación)

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